Día I
Es
domingo. Desperté como todos estos días en que casi no dan ganas de despertar.
No pude resistir la idea de no verte más y luego de atinar hacer montones de
cosas, me encontré una vez más no haciendo nada más que pensarte.
Entonces
tomé el teléfono, marque los siete dígitos que me acercan a ti y el tubo
comenzó a sonar.
Del
otro lado una voz alegre me dijo ¡Hola!, qué alegría sintió mi corazón al
escucharte, eras tú, era tu voz, era tu fuerza…
Apenas
pude decir un temeroso hola, y noté tu voz disminuyendo en su energía.
El
dolor me penetraba nuevamente, pero me sobrepuse para poder seguir hablándote.
Tenía que hacerte saber que si nos veíamos una vez más, podríamos.
La
charla dio varias vueltas y la idea de vernos rondaba en mí todo el tiempo. Tu
negativa me destrozaba pero no podía dejar de insistirte.
Luego
de recorrer la extraña rutina que tenemos, en la que salen a flote los reclamos
y los dolores, concretamos vernos.
Las
horas morían crucificadas en el reloj y la agonía era eterna, me hubiese
gustado saltar las horas y ya estar frente a ti, pero claro, eso sólo sucede en
los cuentos.
Faltaban
minutos y comencé a prepararme para verte. Mi cuerpo temblaba mientras pensaba
que no debía mostrarme así ante ti. Parecería una loca y decidirías no volver a
verme. Respiraba hondo mientras trataba de coordinar los movimientos para salir
de la casa y manejar el auto hasta el lugar pactado.
Manejé
despacio y me ubiqué en un costado de la estación donde íbamos a encontrarnos.
Claro, llegué primero y traté de no
dejar que mis impulsos me dominen.
Mis
ojos no se despegaban del reloj, que parecía no querer marcar el nuevo minuto.
Puse
la radio y busque música, saqué fotos con mi celular, ya no podía más… Habían
pasado diez minutos y no llegabas. Decidí enviarte un mensaje: “ya estoy”
Respiré
profundo nuevamente y decidí esperar a que llegues. Seguí jugando con mi
celular, sacando fotos, mientras seguían pasando levemente los minutos y nada.
Tomé
nuevamente el teléfono y controlé si el mensaje había sido enviado. Qué
sorpresa ver que el envío había fallado, entonces con apuro lo reenvié, dejando
el teléfono en el asiento de acompañante, no quería ni tenerlo en mis manos,
temía el silencio, la no respuesta, el no.
Pasaron
pocos segundos cuando empezó a sonar. Me estabas llamando. Atendí con apuro y
tu voz me decía que te habías dormido y que ya ibas, te ofrecí ir a buscarte
pero dijiste que no, que ya llegabas.
Y
así fue, pasaron pocos minutos y vi tu auto a la par del mío. Dijiste ¡Hola! Vamos
más adelante, y te seguí hasta la ubicación que elegiste. Bajaste de tu auto y
subiste al mío.
Te
miraba parado allí, entrando a mi auto, sentándote a mi lado, como tantas
veces, parecía como que nada había sucedido entre nosotros. Y me sentí segura
otra vez.
No
te acercaste a darme un beso y, no me animé a moverme. Sólo te miraba y deseaba
que alguna palabra surgiera de mi boca, algo que te hiciera sentir seguro, como
yo me sentía con tu presencia.
Hablamos
de la familia, de los teros y sus nidos, de la rutina de ejercicios que hacías,
de la vida sucedida en ese lapso de tiempo en que no nos vimos, mientras mis
ojos observaban tu piel, tu cara tapada de anteojos, tu remera blanca a rayas
negras, tu cuello y los bellos que comenzaban a crecer de tu nuevo corte de pelo.
Hablamos de mecánica, miraste el motor de mi auto, y nuevamente volvimos a
compartir el mate que era lo único que acercaba nuestros cuerpos, al pasarlo de
mano en mano, mientras seguía mirándote, como una nena boba que mira al
vendedor de helados en el parque.
Ya
estaba terminando la tarde y una llamada que habías recibido me alejaba de vos
nuevamente. Debías irte, alguien te llamaba. Dijiste que debías irte y entonces
te pedí un beso.
A
cambio comenzaste a hablarme, a expresar tus sentimientos y lo mal que te
sentías. Y esa presión en mi pecho otra vez surgía. Sabía que no debía llorar
pero no podía contener mis lágrimas y te expresé mi deseo de hacerte bien, de
no sentir dolor, de disfrutar todo lo que nos merecíamos. Dijiste que, quizás
el vernos no tan seguido podría ayudarte y ayudarme, eso me dio una alegría inmensa y
comencé a sonreír, pero las lágrimas seguían brotando con fuerzas.
¡Si
supieras mi amor que lo daría todo para hacerte feliz, si lo supieras! Pero sé
que ahora no es el momento de decírtelo, sé que me debo contener con todas
estas ganas de amarte que tengo, sé que debo esperarte a que nuevamente te
sientas bien a mi lado.
Nuevamente
dijiste ¡Me voy! Y entonces nuevamente te pedí un beso. Te acercaste, nos
besamos muy despacio, una, dos, tres veces, pequeños besos tímidos, hasta que
no me pude contener y te besé con toda mi pasión. Sonreíste, como los hacías
cuando algo te gustaba y me sentí feliz.
Bajaste
del auto y te pedí que me guíes al cruzar la ruta de vuelta, entonces te seguí.
Tomamos
el camino de vuelta y yo iba detrás de ti hasta la desviación que tomo para
volver a mi casa.
Al
tomar la otra calle vi que encendías tu guiño derecho en señal de despedida y
sonreí con el alma, mientras bajaba la calle que te separaba de mis ojos, aunque
seguías de mi corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario