La casa de los abuelos paternos, una especie de magnífico edificio, no en el sentido materialista sino en la más estricta mirada sentimental.
Misiones 622, en esta bella ciudad, Paraná.
Dos paraísos bordeando la vereda de ingreso, una verja y tres o cuatro escalones que permitían el ingreso a la morada.
La puerta de ingreso siempre sin llaves, sin trabas que alejaran a quienes desearan acercarse.
En el fondo, el limonero, el malvón, la cola de zorro y el horno de barro
Los moradores, una típica familia de aquellos años...
Un hombre de porte delgado, escasos cabellos, la piel muy blanca y los ojos celestes y cristalinos como el agua fresca; una mujer de espaldas anchas, cabellos negros, ojos negros profundos y la mirada mas serena que recuerde
El abuelo y la abuela... que luego de una vida de esfuerzos habían conseguido ir levantando ladrillo a ladrillo aquel espacio donde habían criado sus cinco hijos y albergado a quien sabe cuántos inquilinos en sus habitaciones.
Ya no quedaban vestigios de aquel almacén al que acudía todo el barrio en procura de su pan casero con chicharrón; ni de la “Estanciera” que durmió en el mismo sitio luego que el almacén se transformó en garage.
Ahora los hijos varones casados y los nietos, venían de visita. Y las fiestas... momentos mágicos donde la gran familia se reunía en largas mesas con manteles floridos, repletos de limones a los que llenaban de escarbadientes y simulaban erizos listos a devorar todo lo que allí se servía.
Todos hablaban a los gritos en esos espacios tan grandes y los primos que sólo nos reuníamos para esas ocasiones, jugábamos a las escondidas y ¡sí que había lugares para hacerlo!, o corríamos jugando a la cachada entre los adultos atropellándolos y ligando mas de un coscorrón o recorriendo todos los lugares de la casa pues todas las habitaciones tenían puertas que se comunicaban y todo se trasformaba en un gigantesco laberinto.
¿El lugar más preciado? Un extraño recoveco que se hallaba en un rincón del garage y se formaba por la parte inferior de una escalera. Allí todo era muy oscuro y tétrico, el abuelo guardaba sus herramientas y también sus salames, motivo por el cual no dejaba que nos acercáramos.
Mientras todo esto ocurría, la abuela con sus ágiles manos, preparaba sus empanadas y pastelones espolvoreados con azúcar, mientras el abuelo hacía su mejor carne al horno con batatas para agasajar a esta familia que ambos habían logrado.
Las mujeres preparaban las ensaladas y los hombres se reunían junto a la mesa a ejecutar el incansable repertorio de chistes que fiesta a fiesta, sin cambiar siquiera una palabra, repetían como loros. Claro, los chicos no entendíamos mucho de eso pero igualmente imitábamos la sonrisa de todos.
Las mesas vacías no daban a basto a la hora del almuerzo y la algarabía brotaba como emanación de aquel momento de encuentro. Y ni decir si algún vaso era derramado y la abuela con su mano empapaba las frentes de quienes tenía a su alcance diciendo “alegría, alegría” y la verdad, aunque era un momento muy ameno, a mí no me daba alegría si embriagaban mi flequillo con vino.
Las sobremesas eran interminables y los gurises nos íbamos con las tías que siempre nos cantaban con su guitarra o bien buscábamos algún lugar donde descansar la modorra que da la comida...
No sé bien si eran días enteros o sólo horas las que allí pasábamos, sólo recuerdo que eran momentos muy felices.
Y la vida..., que sigue..., que no espera...; la vida se fue llevando de a uno a los abuelos y la casa se fue quedando vacía, y todo lo que en ella había se fue apagando como la vida de estos hermosos viejos que la construyeron...
Los años pasaron, crecimos, ocupamos la mentes en otras cosas, nos llenamos de otras preocupaciones; y la casa..., la casa cambió de dueños y fue remodelada.
Aún hoy paso por el frente, la miro y aunque no es la misma fachada, casi puedo verme como rodeada de una nube, sentada en su portal jugando a la “payana”.
Cambió su color en las paredes del frente, sus puertas y ventanas, sus plantas del jardín. Tal vez adentro haya cambiado por completo...
Pero hay algo que nunca cambiará. No cambiarán las imágenes que llevo en mi recuerdo, ni el aroma que emanaba su cocina, ni los gritos de niños correteando, ni la sensación de frescura en las siestas de verano, ni la imagen del abuelo, tan elegante llevando a su dama en brazos al compás de un vals.
Y estoy completamente segura que cualquier espíritu sensible, que logre ingresar en ella, podrá sentir lo que emana de sus pareces y cimientos; podrá experimentar, aunque sea por un breve segundo, esa sensación de felicidad a la que hago referencia en estas pocas palabras.
R.R.