sábado, 1 de enero de 2011

Margaritas en el cielo

 
En las mañanas cuando el sol pintaba la aurora y las flores regalaban sus pétalos a la vida, la pequeña niña estiraba sus bracitos con un gran bostezo frente al rancho.
Luego del gran tazón con leche, sus hermanos mayores salían a realizar las tareas del campo. Ella, la menor de once hermanos, podía estar más cerca de su madre y disfrutaba acompañándola a  llevar los gansos en busca de hierba tierna, o a veces también, la miraba alejarse con las aves, mientras se sentaba bajo el aromo y se entretenía con ramitas, flores y hasta con algún caracol, pero sin perderle pisada a la madre.
Veía esa figura de largos vestidos, con los ojos hacia esa tierra  que con el trabajo duro mitigaba la soledad de su alma de mujer desamparada. En su seno cobijaba un nuevo hijo, eso la hacía florecer y caminando por el campo semejaba una margarita, por lo blanca, simple, o tal vez sólo porque ese era su nombre.
 En un campo vecino, estaba Abelino Soto, siempre agachado, como reverenciando a la "madre Tierra", sacando con sus manos la hierba mala de las plantaciones de batatas.
Margarita lo saludaba y de vez en cuando intercambiaban algunas palabras. A la pequeña le intrigaba lo que hablaban, pero mucho más le intrigaba cómo se miraban… largamente; y esas miradas interminables siempre finalizaban con la tímida sonrisa de ambos.
Muy rara vez, llegaba al rancho su padre, ese hombre malevo que se iba a trabajar afuera por largo tiempo y que cuando regresaba, sólo era para darles malos tratos a todos y a su madre, algún nuevo descendiente.
Pasaron las nueve lunas y Margarita ya no salió a cuidar los gansos.
A la casa llegaron muchas personas, hubo llantos y alborotos, mientras la pequeña miraba como acostaban el cuerpo de su madre en una mesa y entre las piernas colocaban el cuerpo de su hermanito; para luego un montón de viejas rezar a coro los rosarios alrededor de las velas mientras afuera, algunos cantaban con guitarra algún que otro chamamé.
Al otro día, seguido por una caravana humana, salieron del rancho dos cajones. Uno hacia el cementerio del pueblo, y el más pequeño fue ubicado en la copa de un árbol cercano a la casa.
Luego de pasar algunos silentes días, la niña salió corriendo de la casa con una vela en la mano y una sonrisa en la cara.
Abelino, que aunque sin ganas seguía en sus plantaciones, al verla la llama:
-         ¡Hey gurisa! ¿Pa dónde va?
-         Voy a prenderle esta vela a mi hermano. Papá dice que es un angelito.
-         Sí, así es… ¿Sabe algo?, el otro día vi a su mamá.
-         ¿Cómo?
-         ¡Sí! Estaba ahí, toda de blanco y como volando. Me dijo que quería que la fuera a visitar y que venía a darme su nueva dirección.
-         ¿A sí?... Y, ¿cuál es?
Abelino miró hacia arriba y levantando la mano bien alto señaló el cielo. En él, enormes nubes se habían agrupado formando muchísimas flores de pétalos alargados.
La pequeña miró hacia arriba y casi sin poder creer lo que veía dijo:
-         ¡Hay margaritas en el cielo!

2 comentarios:

Guillermo Silva dijo...

Rosa, que historia tan conmovedora. Me ha gustado como describiste todas las escenas, he sentido que estaba en ese lugar.
Te mando un abrazo y que tengas un 2011 maravilloso.

Mujer que siente dijo...

GRacias Guille por pasar a leer y hacerme saber tus sentires, eso me gusta mucho! También te envío u abrazo lleno de deseos de felicidad para este nuevo año!!